Una de las primeras cosas que aprendemos en la vida
es la comunicación y, resulta curioso que a medida que vamos creciendo y
asimilando palabras y conceptos, menos sabemos qué decir o cómo pedir lo que en
realidad deseamos. Ése es uno de los extraños motivos por los que, muchas
veces, nos encontramos rodeados de desconocidos y no le encontramos demasiado
sentido a la vida. Caminamos entre una maraña de rostros sin reconocer a nadie
en particular, sin conocer la historia que aguarda tras cada mirada. Las
emociones, los miedos, las alegrías y las penas… los sentimientos de aquellos
que nos rodean se nos antojan un misterio sin resolver, pero, al mismo tiempo, nuestras
propias emociones permanecen ocultas, disimuladas, cómo si de ese modo
estuviésemos a salvo del dolor. El dolor que nos produce la pérdida, la
decepción, la traición, el desengaño… la vida. Y es que a medida que nos
hacemos mayores, creemos que aguantarlo, aceptarlo e ignorarlo es la mejor
opción para seguir viviendo y así, ocultamos las heridas sin esperar a que
cicatricen, creyéndonos más seguros. Nada más lejos de la realidad. La vida es
un juego y cuando nacemos no somos conscientes de que nos lo jugamos todo a una
partida. La edad te hace ver ciertas cosas. Durante nuestra juventud, creemos
que no envejeceremos y que el tiempo no pasará, sin darnos cuenta de que sin
remedio caminamos hacia un único fin. Pero el día en el que la fragilidad de la
propia vida nos supera, el resto de nuestros días se siembra de un mar de dudas
e incertidumbres. Aceptar esta realidad es algo terrible que te llega cuando
menos lo esperas. Ahí es cuando sufres, el dolor que experimentas es real y,
sobre todo, es cuando aprendes que has empezado a recorrer un camino en el que
el sufrimiento nunca te abandonará. Y ése, es un camino difícil que cada uno de
nosotros debe aprender a recorrer solo. Al final lo único que nos queda somos
nosotros mismos desorientados y asustados. Pero no somos islas, necesitamos a
otras personas para apoyarnos, para saber que no estamos solos. Y es en ese
momento cuando nos decidimos a arrebatarle al pasado lo que le debe a la
juventud, a jugar con el futuro abusando del Carpe Diem, cuando comprobamos que
nuestros sentimientos son intensos y violentos porque tendemos a reprimirlos
sin razón, cuando nos damos cuenta de que es más lo que no sabemos de nosotros
mismos que lo que creemos conocer y cuando deseamos que esta gracia no haya
llegado demasiado tarde. Volvemos a caminar entre la misma gente, ahora sí,
apreciando cada detalle de su anatomía, intuyendo qué puede habitar tras cada
una de esas piezas que componen el puzle de nuestras vidas, no ocultamos el
dolor ni la alegría, nos concienciamos de que a pesar de que nadie nos puede sustituir
en ese trago amargo que a todos nos llega en algún momento de nuestra
existencia, no tenemos por qué recorrer solos el resto del camino. Así que nos
dejamos llevar, no importa cuánto, porque para entonces sabremos que no se
pueden evitar las derrotas y toca admirar
la lucha que implica seguir viviendo, que a pesar de que hay cosas que no
queremos escuchar deben ser oídas, aunque excedan a las palabras, porque a
veces lo más difícil es entender lo más simple, y es que la vida, a parte de un
juego en el que debemos aprender a jugar bien nuestras cartas, es una
oportunidad para demostrar cuanto sabemos, y sobre todo, cuanto nos queda por
aprender.
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